jueves, 25 de febrero de 2010

Alma libre

Los rayos del sol proyectaban mi sombra sobre el pavimento. Era libre, no tenia preocupaciones, deberes… era como un alma que vuela por el firmamento, en busca de la luz que la llevase de vuelta al mundo de los vivos. Posiblemente solo fuese un sueño, un dulce sueño, del que desgraciadamente tendría que despertar. Me interné en unas nubes y eran tal y como yo me las había imaginado de niño, mientras tumbado en el jardín, las contemplaba durante horas, incansable. Notaba su humedad en mis plumas, con mi desarrollada vista podía contemplar todo lo que ocurría bajo mi liviano ser y tuve la necesidad de gritarle al sol, feliz después de tanto tiempo. Descendí lentamente formando círculos, mientras unos boquiabiertos viandantes me observaban con sorpresa. De repente, los bordes de mi cuerpo comenzaron a difuminarse, sabía lo que significaba, el sueño comenzaba a darle paso a la vigilia.

La luz entraba por la ventana de aquella habitación de hospital. Mire hacia las nubes por las que, apenas unos minutos antes había estado volando, y no pude evitar emocionarme. Una lágrima se desprendió de mis ojos, y mientras rodaba por mi cara, otras la siguieron. Cuando el joven niño que dormía en la cama contigua entro, procure que no se adivinasen los surcos que habían creado en mi rostro y me dispuse a relatarle, como cada mañana, un nuevo sueño que lo alentase a vivir.

Puede que nunca más volviese a andar, a correr… pero una sonrisa iluminaria mi viejo rostro y mantendría vivo mi espíritu, cuando al relatarle historias a aquellos que como yo, alguna vez habían perdido el ansia por la vida, viese en sus ojos reflejada la fuerza por continuar caminando, incansables, hasta ver cumplido su propósito.

martes, 23 de febrero de 2010

Caballero

En sus ojos, sus dorados ojos, podía ver la huella del sufrimiento. Apenas quedaban unos metros, escasos pasos para la libertad, pero sus piernas se negaban a reaccionar. La sangre manaba a borbotones de la herida abierta. No gritó, supongo que lo cogió tan de sorpresa como al resto de nosotros. Una brecha en aquella muralla de alambre, intentamos aprovechar la oportunidad que aquel irónico destino nos brindaba. Había cogido mi mano, tiraba de mí con extremada delicadeza, como si en vez de luchar por nuestra vida y por nuestros ideales rotos, estuviésemos bailando en el salón de su palacio. Tendría que haberme dado a mí, era yo la que merecía no seguir viviendo, no después de todos los errores, las mentiras… no era mejor que aquellos que portaban las armas, tan solo me diferenciaba de ellos, en que yo había recobrado la cordura.

No pude ver el proyectil, ni la mano ejecutora, solo vi la mancha roja que se extendía por su camisa blanca manchada. Su espalda se arqueo, pero su fuerza para salvarme, parecía inquebrantable. No sabía qué hacer, necesite un segundo disparo, que impacto en la misma diana que el anterior, para salvar nuestras vidas. No puede divisar al resto de nuestros compañeros, nuestros amigos, nuestros confidentes… se habían esfumado, como las volutas de humo que el tren deja atrás. ¿Dónde quedaba su amistad? No los pude culpar, supongo que yo haría lo mismo, así que guarde mi miedo en un pequeño rincón oscuro, y saque a la luz la determinación.

Su cuerpo se debilitaba, a la vez que el mío se fortalecía. Mis manos estaban teñidas de su esencia vital, pero habíamos nacido para aquel momento, para luchar contra un mundo envuelto en sombras. No pudo seguir caminando. Me miro. Una sonrisa iluminaba su cara, un último apretón de sus ásperas manos, mientras en sus labios se apreciaba su última voluntad: no había sonido, pero sus labios se movían… “vete, sálvate”

Mis ojos se empaparon en lágrimas que me negaba a derramar, no delante suyo. No perdería la compostura delante de aquel caballero salido de las novelas románticas que leía en mi juventud, no sería yo la bella dama que se desmayara, ni él el joven noble que muriese; y a pesar de que le quedaban escasos minutos, beso mi mano ensangrentada en señal de despedida.

lunes, 1 de febrero de 2010

Piel Cobriza

Sus pies se movían al compás de la música. Fuera la nieve caía incansable y sus ojos, cada vez que miraba por aquella empañada ventana, se iluminaban como los de la niña de cinco años que, años atrás, la contemplaba por primera vez.

Cada tarde de sábado iba al mismo local y quemaba la poca grasa que le quedaba en el cuerpo bailando, imparable. Puede que no fuese la más guapa, ni la más inteligente, pero tenía algo que nadie más podría tener nunca… y era la libertad.

Todos se movían lo justo para que pareciese que se lo estaban pasando bien, pero no lo suficiente como para lograrlo, pero ella era diferente, muy diferente. No importaban las miradas de odio de los demás presentes, simplemente seguía la música mientras su cuerpo, en armonía con las ondas que vibraban a su alrededor, se movía creando una bella danza.

Su piel cobriza destacaba con su blanca ropa, posiblemente también la miraban por eso, pero ya no la hacía sentirse mal, era como era, y así se aceptaba. No tenía los ojos claros, ni el pelo rubio, ni era alta, ni tenía la piel blanca, pero algo si tenía: en sus ojos marrones, una chispa de energía siempre se adivinaba.