miércoles, 30 de junio de 2010

Testigo de un nuevo amanecer

Necesitaba que todo acabara, que todo cambiara. Sus ojos oscuros se ensombrecieron y una diminuta lágrima descendió, lentamente, por su mejilla.

Jugaba con aquel pequeño colgante en forma de flecha, aquel que la había acompañado, entrecruzándolo por entre sus dedos. Lo notaba frio al tacto y sus bordes se le clavaban, pero al apretarlo contra su palma, deseaba que su huella quedase marcada eternamente.

Poco a poco, sin que ella se diese cuenta, su visión se volvió borrosa y una lágrima siguió a otra, derramando su dolor. El frio penetraba por su ventana y de la calle se filtraba el ruido de la vida: la risa de unos niños, el ulular del viento, el cantar de los pájaros… pero ella se encontraba allí, sola, intentando parar sus lamentos por un futuro que se le antojaba imposible.

Vio nacer y morir el día, pero ella seguía sentada, impasible, contemplando su pasado, contemplando su futuro, mientras ambos se entremezclaban en aquel instante, que moría, que no volvería, que la hacía recorrer un camino que no deseaba, una senda colmada de dolor y de oscuridad.

Poco a poco, su desconsuelo fue dejando paso a la indiferencia y al olvido. Las lágrimas dejaron de brotar de sus ojos, la herida se cerraba, aunque su vestigio sería eterno. Descruzó sus piernas, se notaba inestable al posar sus pies descalzos sobre el frio suelo pero lentamente se acerco a su ventana y miró hacia el sol, prometiéndose a sí misma un nuevo amanecer.

domingo, 27 de junio de 2010

Rue Rivoli

La luna todavía dominaba el firmamento cuando se despertó. Como cada día que aquello ocurría, cogió su fina bata de seda y se asomo al balcón. Fuera hacia frio, era mediados de noviembre pero el tiempo ya era más frio de lo habitual en aquella época. Mientras contemplaba el poco trafico que a aquella temprana hora pudiera haber por la Rue Rivoli. Probablemente se hubiese despertado debido a una de sus constantes pesadillas, un recuerdo de su adolescencia. Apoyo los codos sobre la barandilla, y sin desearlo, comenzó a repasar los acontecimientos del día anterior. Definitivamente había sido un mal día. Su carrera profesional seguía atascada; el libro que la volvería a llevar a la lista de los más vendidos seguía en el punto que lo había dejado meses atrás, había perdido aquellos que algunos habían llegado a considerar mágico. Su vida personal no era mucho mejor.

Se alejo del balcón dejándolo abierto mientras se preparaba un café cargado. Durante su periodo de estudiante era incapaz de tomar café sin comenzar a temblar descontroladamente, pero entregar su novela en los plazos acordados la había llevado a no dormir más que cuatro o cinco horas diarias, convirtiéndola en una adicta al café.

Llevaba días sin aparecer por su oficina, nadie la iba a echar de menos, su columna no ocupaba más que unas pocas líneas y sus artículos eran publicados por el hijo del director, relegándola a un segundo plano, pero sus libros no aportaban los suficientes ingresos como para poder sobrevivir, así que no podía hacer más que callarse y trabajar, además, nadie la contrataría, no después de lo que había ocurrido al comienzo de su carrera. Se había planteado comenzar con algo nuevo, pero adoraba aquella profesión, aunque probablemente nunca nadie le reconocería sus éxitos.

Se sentó delante de su ordenador. Tenía varios años y la velocidad de su procesador era realmente baja, pero le tenía cariño, con el había escrito su primer libro y creía que su suerte procedía de aquel portátil blanco. Presionó el botón de encendido y se puso cómoda mientras este arrancaba. Intento durante un rato avanzar aunque fueran unas líneas, pero al ver que era una misión imposible, bajo la tapa, se quito su bata y antes de que el amanecer comenzase se metió de nuevo en su cama pensando que cuando volviera a despertarse, sería un nuevo día.

domingo, 13 de junio de 2010

Peligrosa belleza

Como las gotas que caían rítmicamente al suelo, su mundo se rompía en pedazos. Las contemplaba caer y rebotar contra el suelo, creando formas imposibles. El pequeño paraguas que llevaba a rayas blancas y negras no cubría todo su cuerpo. Deseaba cerrarlo y poder mojarse, sentirse más cercana a aquello que la unía a la vida, la naturaleza. Adoraba sus llamativos colores, sus diversas formas, su olor, su peligrosa belleza.

El cielo estaba cubierto, y poco a poco se fue oscureciendo pero la lluvia seguía cayendo, imparable, aunando la tristeza que emanaba de aquel pequeño ser. La suerte la había abandonado para no volver, su futuro se hacía añicos imposibles de volver a unir.

Una ráfaga de viento consiguió doblar su paraguas. No le dio demasiada importancia, algo había decidido darle la razón, necesitaba andar bajo la lluvia, y volver a estar en armonía con todo aquello que la rodeaba y que hacía tiempo había olvidado.